No tengo pudor en confesar que soy un tipo extremadamente sensible. Y siempre que me moviliza íntimamente algo en una película o en una serie soy presa fácil del lagrimeo. El problema está cuando estoy compartiendo con alguien ese momento: tiendo a llevar mi cabeza hacia atrás y pensar en otra cosa para que no vea que estoy al borde del llanto o que se escapan un par de gotas de la represa hídrica que construyo tras mis ojos. Y hoy me di cuenta que tengo que deconstruir ese sentimiento, que tengo que permitirme llorar como un marrano si la emoción así lo indica y que no me tiene que importar lo que piense mi acompañante de la misma forma que no me afecta lo que opine la gente sobre las cosas que hago habitualmente en el resto de mi vida.
Después de todo, no hay nada más sano que expresar sentimientos auténticos en esta sociedad donde predomina la imagen que miente y disfraza identidades.