1 de marzo de 2018


       Todos tenemos objetivos en la vida. Trascendentales o de menor importancia pero objetivos al fin. Entonces, elaboramos un plan para conseguirlos y vamos intentando cumplir uno a uno los pasos que seguramente posibilitarán que lleguemos a la ansiada meta. Para arribar a ella pueden pasar horas, días, semanas, meses o años. O tal vez, caer en el intento y entender que lamentablemente es algo imposible y que conviene tomar otro rumbo hacia un punto no tan lejano. Y ahí llega la pregunta… ¿Valió de algo todo el tiempo invertido en ese sueño que no pudo concretarse?

        Según mi punto de vista, el objetivo planteado es algo secundario, lo verdaderamente importante es el camino emprendido en busca de él. Porque, seamos francos, el instante en el que llegamos a hacerlo efectivo es finito: llegamos, nos provoca una gran sensación de realización y listo. Pero ese trayecto emprendido, esa sucesión de hechos, emociones, alegrías, tristezas, decepciones, confirmaciones; todo eso es lo que va dándole forma y sentido a nuestra existencia. Ese camino es el que nos va dejando historias, amistades, nuevos conocimientos, contactos, aprendizajes, el sentir que estamos vivos.

        Entonces, está bueno confirmar que uno realmente es lo que transita mas que lo que consigue. Y que debemos dar a la meta el valor de un punto más en ese recorrido. Y que en ese camino hay placer y éxitos pero muy posiblemente también sinsabores y amarguras. Y que valieron la pena cada uno de los momentos que adornaron nuestro tiempo mas allá de que consigamos ese puesto de encargado o pasar de ronda o no en un torneo de fútbol.

          El camino, eso es la vida. El camino.