
Ante ese panorama me fuí de allí y recalé en Twitter. Eramos muy pocos, hacía escasos meses que había sido creado y allí me divertí muchísimo con gente muy piola y creativa hasta que llegaron los famosos (periodistas, actores, conductores y afines) popularizando la red y transformándola en un registro de quién era seguido por más gente y la tenía más larga. Aparecieron los grupos de RT, la sobada de espaldas para conseguir favs, la compra de seguidores, los cositos de la pizza, el copypaste descarado, la falsedad, el cobarde que se esconde detrás de un alias para hacerse el valiente diciendo cualquier barbaridad, el ego descontrolado. No me hallaba en ese entorno y lo abandoné a medias (sólo me retuiteo cada tanto para que no se muera la cuenta, uno no sabe si en el futuro para algo puede servir) y abrí mi Facebook.
Y aquí estoy en el presente, con mucha menos actividad que antes porque comprobé que para mí las redes sociales eran una droga y me quitaban momentos muy valederos con personas que quiero, alejándome de objetivos importantísimos succionándome el tiempo de una forma animal. Extrañando algunas cosas de la era no digital, como cuando los amigos no eran contactos, cuando tomabas algo con alguien sin necesidad de estar más pendiente del sonido de una notificación de una pantalla que de sus palabras, cuando eras por tu ser no por un número en una red, cuando las cosas lindas pasaban y la alegría no debía ser exhibida para autenticarla ante los demás, cuando éramos libres.
Ok, no me estoy sintiendo viejo, debo serlo por mis palabras y por negarme al paso del tiempo que transforma la realidad en algo diferente a lo que viví de pendejo. Pero pocas veces expongo lo que siento y hoy tenía la necesidad de hacerlo. Seguramente habrá amigos que están de acuerdo con mis palabras y otros que dirán que soy un pelotudo. A estos últimos, sepan disculpar.